ARAGÓN TAMBIÉN EXISTE
PATENTE DE CORSO
por Arturo Perez‑Reverte
18 junio 2000
Que sí, hombre, que ya era hora. Que en toda esta lista de los más
vendidos, en
éste
concurso inaudito de ignorancia, manipulación y mala fe a la hora de
reinventar Y hete aquí por fin que alguien reacciona como es debido, y dice venga ya, y decide que ya es hora de poner en su sitio a unos cuantos timadores y mangantes, de esos que les pagan pesebres a sus historiadores de plantilla para que descosan y vuelvan a coser la historia a medida, y luego la meten en los libros de texto y se montan unas películas que ya las hubiera querido Samuel Bronston.
Eso mientras los que saben se callan, porque son unos mierdecillas, o
por el qué dirán, o porque les interesa. Y de ese modo terminamos
viviendo en una España virtual, que no la conoce ni la madre que la
parió. Así que olé los huevos de Aragón, o de quien decidiera montar la exposición Aragón, reino y corona, que no sé si andará por alguna parte ahora, pero que durante el mes de mayo estuvo abierta en Madrid.
En toda esa mentecatez de la que hablaba antes ahora resulta que existió
un imperio catalán que hasta hace cuatro días pasó inexplicablemente
inadvertido a los historiadores, o que los irreductibles vascos nunca se
mezclaron en las empresas militares ni comerciales españolas‑ Aragón
había estado mucho tiempo callado, pese a tener muchas cosas que decir,
o que matizar, desde aquel lejano siglo onceno en que Ramiro I,
contemporáneo del Cid, sentaba las bases de un reino que abarcaría
Aragón, Valencia, las Mallorcas, Barcelona, Sicilia, Cerdeña, Nápoles,
Atenas, Neopatria, el Rosellón y
Ése es el hecho cierto, y no lo cambian ni el mucho morro ni el
reescribir Por
suerte no todos los archivos han caído en manos de quien yo me sé
tiemblo
al pensar qué será de ellos, y aún quedan documentos donde comprobar lo
evidente. Que por cierto, en cuanto a la propiedad histórica de las
famosas barras, no está de más recordar que en 1285 la crónica de
Bernard Deslot precisaba aquello de: «No pienso que galera o bajel o
barco alguno íntente navegar por el mar sin salvoconducto del rey
de Aragón,
sino
que
tampoco creo
que pez
alguno pueda surcar las aguas marinas
y no lleva en su cola un escudo con la enseña del rey de Aragón».
Así que cómo me alegro, oigan, de que aquel digno y viejo Aragón
olvidado, marginado, asfixiado por la perra política de este perro país,
aún sea capaz de decir aquí estoy, desmintiendo a tanto oportunista y a
tanto manipulador y a tanto mercachifle. Recordando que existió una
corona aragonesa que constituyó el imperio más extenso del Occidente
medieval, donde, bajo su nombre y sus barras, Aragón, Cataluña y
Valencia compartieron aventuras, comercio, guerras e historia,
enriquecieron sangres y lenguas con el latín, el catalán y el
castellano, cartografiaron el mundo, construyeron naves, pasearon
mercenarios almogávares y dominaron territorios que luego aportaron a lo
que ahora llamamos España, con la manifestación de los fueros y
libertades propios en aquella fórmula tremenda, maravillosa y solemne:
el «si non, non» heredado de los antiguos godos, mediante el cual los
nobles aragoneses
«que
somos tanto como vos, y juntos más
que vos»,
acataban la autoridad del rey de tú a tú, reconociéndolo sólo como
«el
princípal
entre los iguales». Por eso son buenas estas
iniciativas y estas exposiciones y estas cosas. Son muy buenas, incluso
higiénicas; y me sorprende que, como antídoto contra la manipulación y
la desmemoria que están convirtiendo este lugar llamado España en una
piltrafa y en una casa de putas insolidaria y estulta, no se les
dediquen más esfuerzos, ocasiones y dinero. Por ejemplo, el que se ha
utilizado en la imprescidible urgencia de sustituir
A
Coruña en los rótulos de las carreteras y autovías de toda España.
Incluida, supongo, |