Memoria de hijos pródigos que nunca se van del todo,
que regresan, tarde o temprano, a buscar lo que el tiempo les arrebató.
Memoria de piedras mudas, testigos silenciosos de lo que fue,
de calles que guardan almas que se fueron para siempre.
Piedras que claman respeto,
calles que suplican salir del olvido infinito,
letras que anhelan ser leídas,
sonidos que se pierden en el viento, incapaces de ser transportados.
Memoria de años perdidos,
de calles que duermen el sueño eterno,
de silencios que duelen más que el ruido.
Duele el olvido, ese dolor que condena al exiliado,
a quien quiere regresar a una casa que ya no existe,
a quien busca reconciliar su tiempo con el tiempo perdido,
a quien necesita recuperar su pasado para encontrar su sitio en el presente.
Duele saber que solo queda eso:
un espacio imaginario en tu propia memoria,
un refugio frágil donde el pasado y el presente chocan,
donde el hogar es solo un eco de lo que alguna vez fue.
Y duele más aún comprender que ese hogar,
esa casa, esa calle, esa piedra,
ya no son más que sombras en tu mente,
fantasmas de un tiempo que no volverá,
pero que insiste en habitarte,
en recordarte que fuiste, que eres,
aunque ya no sepas dónde estás.